Representa a Cristo, tras su crucifixión, muerto y depositado en el Santo Sepulcro. Su cuerpo extenuado exhibe huellas manifiestas de martirio y sufrimiento. Sin embargo, un inmenso sosiego inunda su faz, que cae –exonerada- sobre su hombro diestro. Sus ojos permanecen ligeramente entornados, al igual que las comisuras de sus labios. Estilísticamente, la escultura se inspira en los cánones de la plástica barroca española y, muy especialmente, en el arquetipo de Cristo yacente instaurado por Gregorio Fernández dentro de la estela de la escuela barroca castellana. El estudio corpóreo es excepcional. La epidermis, lívida y cenicienta, adquiere una sensibilidad casi táctil. El peinado está resuelto con grandes mechones o bucles -con prolija labor de gubia- que acentúan el contraste lumínico y la intensidad de luctuoso instante. Cúbrese su cuerpo con un paño de pureza de amplios y voluminosos pliegue.